jueves, 3 de mayo de 2012

Relato I

Érase una vez una princesa que apenas tenía en su haber trece años. El principal rasgo que le caracterizaba eran sus ojos celestes que no tenían nada que envidiarle al mar Mediterráneo que le rodeaba. A pesar de su corta edad, la vida le robó en un atraco lo que más quería: sus padres fallecieron en un accidente de tráfico, y ella pasó a vivir con su abuela paterna.
Su abuela tenía sesenta y dos años, estaba enganchada a la botella de anís, y toda persona que la veía a diario por las solitarias calles de la ciudad reconocía que le faltaban un par de tornillos. Sin embargo, la princesa nunca borraba la sonrisa que un nuevo amanecer le regalaba a pesar de las constantes humillaciones que su madre le propinaba o a pesar de no poder verle los ojos a la luna las noches lluviosas.
Muchas veces, faltaba al instituto ya que no había nadie a su alrededor que estuviera dispuesto a acompañarla a la escuela. Ella, en cambio, permanecía todos los días durante las mañanas en su habitación tocando el ukelele, su único amigo. Su alma era muy condescendiente con sus sueños, y había asumido la idea de que nunca lograría ser una estrella en el cielo dónde viven los espíritus de los genios musicales. Sin embargo, ese rayo de esperanza y la paciencia por la espera de un golpe de suerte le hacía no bajar nunca los brazos. Muchas veces, por cumplir un sueño u objetivo, esperamos durante toda la vida a que se asome hasta la ventana para que nosotros quedemos satisfechos y podamos vivir en paz.

El sueño de ella eran tan sencillo como díficil. Añoraba viajar por toda Europa y visitar las principales ciudades de este inmenso continente, a la vez que mostraba sus mejores cualidades artísticas por donde fuera.

Un día, caminando por la gélida noche, se sentó en el acero de aquel sucio bordillo y empezó a tocar como siempre de forma magistral el ukelele, sin saber que un chico la estaba observado desde detrás de la esquina. En las espaldas de él, carcaba con una mochila decorada por distintos tonos de colores. De su mochila, sacó una flauta dorada y comenzó a acompañar la sinfonía que el ukele transmitía con su instrumento. Ella quedó sorprendida y preguntándose de dónde venía esa dulce y sónora sensación pero sin dejar de tocar en ningún momento.

La noche además de ser fría, no encontraba ninguna estrella en ese cielo, ya que estaban todas buscando un lugar para refugiarse de la lluvia que el destino predecía. A medida que las primeras gotas empezaban a descender hasta la calzada, sus deportivas blancas se acercaban hacia ella en un silencio sepulcral. Ella permanecía con los ojos cerrados, y la concentración totalmente fijada en las cuerdas del ukelele. Él estaba nervioso, no sabía lo que se iba a encontrar y por este motivo caminaba lentamente, cuidando al máximo no hacer ningún ruido ni que ella se inquietara con su presencia. Pero sin embargo, ella se dio cuenta y giró la espalda. Vio un chico rubio, de ojos marrones, con una pulsera de rombos rojos y blancos en su mano izquierda, y con la mano derecha tocando la flauta. Cuando los ojos marrones de él se encontraron con los celestes de ellas, ambos de repente pararon de tocar. No eran capaces ninguno de hablar, ambos hacían el intento pero solo lograban aumentar el nerviosismo de la otra persona al no poder parar de balbucear.

La conversación finalmente transcurrió entre un manojo de nervios, balbuceos, objetos musicales, y un diluvio interminable en su alrededor inmediato. Él tenía apenas dos años más que ella y tenía un grupo de música, él le preguntó si quería unirse a ellos, que iban a hacer una gira por toda Europa ya que el padre de uno de los integrantes del grupo era millonario y por perder a su hijo de vista hacía lo que fuera. Este mismo motivo, dejar atrás todo lo que tenía a su alrededor, fue el motivo por el que ella ni se pensó en contestar que se unía a ellos. Esa noche ella no durmió, de hecho nada más llegar al hogar metió toda su ropa en una pequeña mochila, y se pasó toda la madrugada caminando sobre el suelo de su habitación. Se sentía como en una nube rozando el cielo con las dos manos, notando que puede comerse el mundo poco a poco. A la mañana siguiente ella desaparició de aquella ciudad que tantos malos recuerdos le había traído y que sólo pudo contrarrestar con lo que pasó la noche anterior, eso lo cambiaba todo. Ella cumplió su sueño, a base de luchar y de soñar.

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