miércoles, 30 de noviembre de 2016

No seas mi límite

Para Teoría del Periodismo teníamos que escoger un tema para hacer un blog y un reportaje. El tema escogido fue el tema de los discapacitados tras discutirlo un poco. Decidimos plantear el blog hablando con dos asociaciones muy famosas a nivel nacional. Al ser seis persones, decidimos que tres personas se encargarían de una, y tres de otra.

En nuestra asociación fui yo quien contactó por Facebook con esa asociación y un par de días más tarde me respondió su responsable de comunicación en Andalucía pidiendo mi número el cual se lo di con la esperanza de que me llamase pronto. Esperanza que se quedó en eso, en esperanza. Ante las prisas que ya nos empezaban a entrar, otra persona llamó al número que aparecía en Internet, y tras mil vueltas e idas y venidas dimos con el correo electrónico. ¿De quién? Del responsable regional de esa asociación. Con lo cual acordamos que fuese yo quien le mandase el correo. Y esta vez sí, la respuesta fue inmediata.

Llevo preguntándome tiempo que por qué a unos simples estudiantes de periodismo nos ponen las cosas tan difíciles cuando queremos solo ayudar. Quizás, como dice mi padre, sea porque “esos sitios no necesitan ayuda”, pero a pesar de ello no lo entiendo, y me cuesta mucho entenderlo. Los errores que hemos cometido dentro del grupo son muchos, como en todos los grupos supongo, pero estos sitios están para facilitar las cosas, no para dificultarlas.


Lo más gracioso del caso, es que el eslogan de la última campaña de esta fundación se titula “No seas mi límite”. Digo gracioso, cuando ellos están siendo nuestro límite.

viernes, 25 de noviembre de 2016

.-.

Pocas veces me he sentido especial en el buen sentido de la palabra. 
Y muchas, innumerables veces me he sentido así, especial, en el mal sentido de la palabra. Todas las pocas veces que me he sentido así, las circunstancias han estado directamente relacionadas a ti.

Me encanta reír. Reírme de todo, y reírme de mí. Que me den ataques de risa hasta casi atragantarme. Que la barriga me duela por reírme. Y desde hace meses estoy apagado: los ojos tristes, el alma y la risa están apagados.

Teníamos la virtud de reírnos. Que yo te hacía reír hasta imaginarme con una nariz de payaso. Y tú me hacías reír, viéndonos por Skype, oyéndonos por teléfono, o simplemente mirando el móvil mientras íbamos a clase.

Tantas cosas… Y tanto tiempo. Tiempo en el que ha pasado de todo, y en el que ha pasado de nada: cosas buenas y cosas malas. Risas, alguna lágrima que otra, cabreos serios, cabreos estúpidos, momentos para desahogarse y momentos para evadirse.


Nadie debe deber su estabilidad a otra persona. Nadie. Pero hay personas que se sienten románticas como el movimiento literario, y yo soy una de ellas: extremistas, con un umbral para la sensibilidad altísimo, que gracias a ti era capaz de disfrutar de la vida y de las cosas. Y ahora que no estás, me cuesta mucho seguir adelante, disfrutar de las cosas. He intentado y estoy intentando olvidarte de todas formas, pero es que no hay forma. Me siento totalmente atraído por ti. 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

El niño que nunca se calzó las botas


(Autor: Luis Olvidar)

Adrián era un niño especial. Siempre lo fue, desde que nació prácticamente. Al mes de su madre estar embarazada de él sufrió un amago de aborto. Se conoce que él ya era diferente desde que merodeaba en la barriga de aquella mujer. Después, a la hora del parto se puso de espaldas y se posicionó de culo para venir al mundo, lo cual llegó a provocar que hasta el ginecólogo que llevaba a su madre llegara a pensar y decir en voz alta que venía una niña. De hecho, el día del nacimiento, al entrar la madre en el hospital y reconocerla dijo:

-Es una niña porque le he tocado la vulva.

¡Y a fe que lo dijo delante de la madre y la enfermera! Por eso, cuando él nació, pasadas las cuatro y media de la tarde y salió del paritorio el padre se quedó cortado al preguntarle a la enfermera que empujaba la camilla con la parturienta y el recién nacido:

-¿Como están las dos?

-Serán la madre y el niño-contestó una asombrada enfermera.

-¿Pero es un niño?-preguntó un no menos asombrado padre-¡Pero si el ginecólogo ha dicho que era una niña!

-Pues es un niño. Va a tener que cambiar el nombre que tenían previsto-respondió la sonriente mujer.
Y Adrián, como todos los bebés, fue creciendo y cumplió un añito. Pero ya daba muestras de que algo fallaba. Sus padres no eran capaces de acertar en qué, pero eran conscientes de ello. Sus hermanos también. El padre en el verano que sucedió a su segundo cumpleaños notó que aquel niño no se movía demasiado. En la piscina lo dejabas en su carrito y no se movía. Estaba despierto, pero apenas se movía de su carrito de bebé.

Fue entonces cuando comenzó el calvario de médicos de Adrián. El pediatra le mandó hacer pruebas de todo tipo, sin que ninguna de ellas diera ningún resultado extraño. Así que finalmente lo mandó al neurólogo. El neurólogo comprobó que las pruebas no aportaban apenas datos pero si descubrió que Adrián, aunque era normal, tenía una especie de cicatriz en el cerebro que le  provocaba ciertos desequilibrios de movilidad y algún problema en el habla, por lo que recomendó llevarlo a una logopeda. Y así se hizo, durante un tiempo sus padres lo llevaron a una logopeda con la cual corrigió sus problemas de habla.

Mientras aquel niño seguía creciendo y ya tenía cuatro años. Era un niño hermoso, lozano, algo regordete y, decían, un calco de su madre. En sí era la alegría de la casa, por su carácter tranquilo, por sus tremendas dotes de observación, que le hacían ver cosas que nadie era capaz de ver.

-Mira-decía con su vocecita de mocoso-El Calzado Andaluz-y nadie lo veía, mientras su padre o su madre conducían el coche.

-¿Dónde?-preguntaban todos al unísono, tras desgastarse la vista buscando algún signo que lo identificara.

-Allí, en aquel cartel-contestaba el pequeño señalando un cartel alejado de la carretera.
Y efectivamente, un pequeño círculo con un zapato en su interior lo mostraba en la parte inferior del citado cartel. Al final todos acababan riendo por su vista que le hacía ver cosas que los demás no llegaban a observar.

Como a muchos niños a Adrián le apasionaba el fútbol. Le gustaba jugar en el colegio con sus compañeros de clase y además: ¡era zurdo jugando! Por lo general en todos los deportes los zuros suelen escasear, así que el fútbol no es la excepción.

En vista de que le gustaba jugar, de que era bueno para su sicomotricidad, que también era importante realizar actividades extraescolares que le mantuvieran en contacto con la calle pero sin estar todo el día en ella, sus padres decidieron apuntarlo con ocho años a una escuela de fútbol, aprovechando que conocían a un antiguo jugador de un equipo de su ciudad.

Fue así como Adrián comenzó a jugar al fútbol y a aprender que la vida es dura y tormentosa. Su entrenador era un hombre ya entrado en años de carácter afable, pero tremendamente gruñón y en los partidos protestón al máximo con los árbitros, aunque hay que reconocerle que dentro del respeto. Los niños lo querían, aún a pesar de las broncas y los gritos que les metía durante los entrenamientos, pero al acabarlos era capaz de sonreírles y tratarlos como si fueran sus nietos a todos. Adrián, como era de esperar, no jugaba demasiado debido a su eterno problema de movilidad. No tenía rapidez, lo cual era un hándicap pues le impedía correr mucho y tener velocidad, algo fundamental en el deporte. Por otra parte lo hacía jugar a pierna cambiada, que provocaba el no poder controlar bien la pelota.

La cosa fue a peor en el segundo año, ya que todos subieron de categoría menos él, que seguía yendo con la categoría que había jugado la temporada anterior. Eso provocaba un problema, ya que tenía mucho cuerpo y más de una vez se notaba que no jugaba en la categoría que debería de estar, con lo cual tampoco jugaba.

Al tercer año su padre decidió cambiarlo de escuela, ya que en la que estaba inscrito se hallaba bastante lejos de su hogar y era complicado llevarlo a entrenar al tiempo que tenía que llevar a sus dos hermanos a las actividades que ellos también tenían que realizar al salir de la escuela. Por otra parte en la nueva escuela si le incluyeron en la categoría que le correspondía. Tampoco es que le dieran demasiadas oportunidades, pero él nunca se quejaba.

Sin embargo aquel verano tomó una decisión, Adrián, trascendental para su vida: decidió que no seguiría jugando al fútbol. Era, con su edad, consciente de que nunca podría tener el nivel suficiente, ni siquiera el de sus compañeros, para poder darles patadas al balón. Así que era mejor dejarlo allí y seguir jugando en el patio del colegio con sus compañeros. Además, allí se divertía más y nadie le iba a meter una bronca.

Pero sus problemas no habían llegado a su fin. Nuevas pruebas médicas detectaron que tenía una importante desviación de columna y que era preciso de que hiciera ejercicio para poder corregirla. El médico aconsejó que hiciera natación. Así que dicho y hecho. Comenzó a practicar natación. ¡Y consiguió nadar bien! Fueron dos o tres nuevos años de actividad febril para no tener que pasar por un quirófano que le amenazaba por su columna vertebral.

Adrián había llegado a su adolescencia. La vida se había tragado el pasado como un huracán hambriento de todo lo que se pone en su camino. Años y años de peripecias que no habían sido positivas para él. Enseñanzas que le provocaban una retahíla de complejos difícilmente resolubles para él. Por suerte tenía amigos, buenos amigos, que no le dejaban.

Su amigo Héctor también jugaba al fútbol. Un día le pidió que le acompañara a un entrenamiento. Era verano, finales de agosto. La hora ya tardía para evitar los calores que trascienden a este mes, o al menos tratar de minorarlos lo más posible. Así que fue con él a verlo entrenar.

Las luces del campo relumbraban dando perfecta visibilidad a los jugadores. Todos iban enfundados de sus uniformes de entrenamiento. Héctor, en contra de la mayoría de sus compañeros, calzaba unos deportivos en lugar de las típicas botas de tacos. Fue al final del entrenamiento, cuando iban a jugar un partidillo, que Adrián le vio acercarse a su entrenador y hablar con él. Desde su posición no escuchaba lo que estaban hablando. Cuando terminó de hablar con él, vio que salió corriendo para la caseta del vestuario y al momento volvió con las botas de jugar y se dirigió hacia él. El corazón de Adrián comenzó a latir con fuerza, Héctor se dirigía hacia él con unas botas de fútbol, ¡aquellas que él nunca había podido tener! Cuando llegó ante él se las alargó y le dijo:

-Anda, póntelas, que le he pedido el favor al entrenador que te deje jugar el partidillo de entrenamiento.-comentó-Como aún hay gente de vacaciones faltan jugadores y como sé que a ti te gusta jugar nos podrás ayudar ahora. Como tú y yo más o menos tenemos el mismo pie no creo que te vengan pequeños ni demasiado grandes.

Adrián se quedó petrificado. No sabía que decir. Así que poco a poco se fue desabrochando sus deportivos y se puso los que su amigo le estaba prestando. Pero sobre todo sonreía. En aquel momento Adrián era el adolescente más feliz del mundo entero.

Una vez se calzó las botas se incorporó a la rueda que formaban los jugadores alrededor de su entrenador. Héctor hizo rápidamente las presentaciones y todos le sonrieron con amabilidad. Sonrisas a las cuales correspondió él con su cara de máxima felicidad.  El entrenador repartió rápidamente las instrucciones a Adrián le hizo que se quedara un momento más con él para unas instrucciones adicionales. Después hizo dos equipos de igual número de jugadores y a uno de ellos, el de Adrián, les repartió unos petos para diferenciarlos de los otros.

Cuando acabó el entrenamiento todos lo felicitaron por su trabajo. El entrenador se lo llevó aparte y le dijo.

-Es una pena que tengas esos problemas de sicomotricidad, Adrián, porque si no podrías haber llegado muy lejos. Tienes cualidades muy buenas para jugar, pero es una lástima que no puedas correr más deprisa.

Y a continuación ambos se fundieron en un gran abrazo. Le pidió que siguiera yendo de vez en cuando a los entrenamientos. Que podía ser su ayudante, que necesitaba a alguien que le echara una mano y que le gustaría que fuese él. Adrián se comprometió a pensarlo, a hablarlo con sus padres y a contestarle. Lo que no podía saber el entrenador que estar ligado al mundo del deporte era el gran sueño de aquel jovenzuelo,  y que si sus padres se lo permitían podría comenzar a hacer realidad sus deseos. 

domingo, 13 de noviembre de 2016

Corazones de cristal


Júlia llegó a casa, alrededor de las dos. Al llegar, nada más entrar, sintió el olor a lasaña que proveía desde el horno.
De mientras, en el cuarto de baño, Sandra se preparaba para salir. En la televisión, que estaba encendida, no se paraba de hablar de los principales escándalos de corrupción sucedidos en España, mientras en el planto internacional, la impresionante isla de Cerdeña, era la protagonista por su mar cristalino. En la sección de sucesos, el asesinato de varios turistas en la montaña, y el secuestro de varias ovejas en un rebaño, era lo más destacable.
Cuando bajó Sandra, la saludó con dos besos en sus mejillas maquilladas, para luego ser Júlia la que preguntase a su hermana dónde estaba su madre.
-No está, ha salido al centro comercial, a pintarse las uñas.-le contestó.
Después se despidió excusándose en que iba a salir para comprar castañas para merendar. Ella era una chica alta, cerca del 1,90, con un pelo castaño que llegaba hasta los hombros. Consideraba toda una hazaña tenerlo tan bonito como ella. Incluso varias veces, llena de envidia, le insistía en la idea de que le enseñara sus trucos. Tras rebañar en el plato toda la comida, y fregarlo, lo dejó en su armario correspondiente.
Sin embargo, tras fregar el vaso de zumo de piña que bebió anteriormente, se le resbaló, cayéndose al suelo, y se cortó. Fue al baño y se miró al espejo. Se vino debajo de manera total. Ya no era risueña, y todo su pelo rubio había desaparecido siendo rapado a cuchilla por ella misma. Estaba ensañada consigo misma, ya no soñaba, ni era esa niña que siempre fue de pequeña. No tenía su sonrisa de antaño, su autoestima estaba muerta, y tenía la sensación de ser una araña inanimada en medio de personas.
Sus ojos verdes eran un exprimidor de lágrimas hasta que llegaban su madre o Sandra. Cuando regresaban, ella daba un giro de 360 grados en su rostro. Pasaba de tener un rostro rozando el calvario a fingir una estúpida y a la misma vez una falsa sonrisa. A pesar de que ella aparentaba fingir una sonrisa, sus padres sospechaban de ella, de que estaba dentro de una depresión. Cada vez que ellos intentaban que ella les mostrara sus brazos, Júlia se negaba, porque sabía que quedaría delatada. Ellos empezaron a sospechar a raíz de que sus amigas les comentaran que notaban en ella un comportamiento extraño. La idea de raparse a cuchilla, según ellas, “es la primera muestra de que una persona está depresiva.”
El estado de ánim0o que ella tenía en lugares como en el patio durante el recreo, o cada vez que sus padres discutían, se alteraba de forma fervientemente. Se consideraba una persona decente, que con el tiempo se volvió tonta al haber sido atontada por tantos comentarios de tanta gente. Muchas veces, cuando no tenía ganas de nada, sacaba su lado infantil, desvergonzado e inmaduro, contestando a su madre de una forma grosera.
-¿Sabes qué mamá? Tengo un amigo que se llama Benito Camelas. ¿Por qué no vas a él cada vez que quieras tocarme las narices? Todas estas conversaciones acababan con ella en su habitación, con las rodillas dobladas en la puerta, la cabeza agachada, encerrada en un círculo que no tenía ninguna salida. A pesar de ellos ellas eran buenas amigas, pero con el tiempo se dio cuenta que en la adolescencia se pierde la confianza para hablar de cosas con las que hablamos con las amigas.
Su madre incluso la llevaron a un par de psicólogos pero no sirvió de mucho. En pleno más de mayo, ella continuaba acudiendo al colegio en mangas largas, o en estúpidos esparadrapos bajo los cuales había martas de cuchillos y cristales rotos. Se le acumulaban muchas cosas encimas. La muerte por cáncer de su padre, la depresión profunda en la que su madre entró tras esta, la poca ayuda que recibió tanto de él como de su hermana para superarla. Ni su novio, con el que llevaba poco más de un año. Un día la llamó, quería hablar con ella, y al llegar a la plaza y verle sentado con rostro serio, prefirió ver las cosas de una manera más pesimista.
-Hola. ¿Cómo estás Jú?-Le preguntó con respeto pero sin demasiado interés en la respuesta.
+Al menos estoy, no como mi padre. ¿Dónde te has metido todo este maldito tiempo? Sabías que ahora más que nunca es cuando te necesitaba a mi lado, que te quedes en mi vida 25 horas si el día tiene 24.-le contestó ella con una voz rígida, dura, enojada, pero llena de dolor por dentro.
-Verás, todo este tiempo he estado pensando. Desde que tu padre se…tú no estás igual, estás cambiante, no hay quien te llame para salir, prefieres encerrarte en ti, en vez de salir, distraerte, y ver las cosas de otra manera. Si quieres ser así, que sepas que yo no pienso estar con una huérfana de mierda, cuyo padre ahora mismo está besándole los pies al diablo. Yo no pienso estar con una loca que en lo único que piensa es en suicidarse, en meterse los dedos, en consumir todo el yodo que pueda para autolesionarse el cuerpo.
Aquel atardecer espectacular de repente se tiñó de gris. Ese sol tan deslumbrante y caluroso se hizo para ello en un frente de frío irresistible que procedía de los siberianos. Ni le contestó, simplemente se levantó de aquel banco, llena de rabia, para a continuación estrellarle su mano derecha en su rostro, de forma indolente, sin preocuparse por él. Después de aquello, corriendo se marchó a casa. No estaba dispuesta a soportar nada más. Estaba convencida: se cortaría. Estuviera sola o con alguien en su casa. A medida que regresaba se convencía aún más de la idea.
Al llegar a casa, se daba cuenta: su vida iba a durar trece años, pero ese era el trato que había recibido por parte de la sociedad, y su más que conocida ansiedad. Desde que era pequeña, siempre la acompañó. Mientras el resto de los humanos tenían unas uñas normales y alargadas en algunos casos, ella apenas contaba con ellas. Se las mordía, se las comía, hacía de todo con ellas.
De camino a su cuarto tropezó con su hermana, con la cual no tuvo ninguna palabra, y con un paso firme y enojado se encerró en su cuarto. Echó el pestillo, a pesar de que sus padres se habían estado planteando la idea de quitarlo, debido a que con él puesto, les era inconveniente. Hizo oídos sordos ante palabras necias con aquellos gritos que procedían de su hermana y que le suplicaba que abriera la puerta. Es más, Júlia comenzó a destrozarlo todo, a provocar un caos. Quería que lloviera, que cayera una tormenta, un viento que se llevara todo, incluso a ella. Tiraba de las estanterías los libros, golpeaba hacia el suelo todos los discos de sus bandas musicales preferidas, igual que hacía con sus estuches de maquillaje que apenas usaba.
Sandra estaba desquiciada. Llamó a su madre, que volvió de su trabajo enseguida. Pero nada, no hizo más que aumentar la ira contenida que sentía la pequeña chica de cabellera rubia de antaño. Comenzaba a oler a quemado en su habitación. Comenzó a quemar fotos. De cuando era pequeña, de adolescente, de los viajes en verano, incluso fotos más recientes de cuando estaba con su novio.
En un momento dado, el pestillo se abrió, y ambas con un efecto acción-reacción abrieron la puerta, pero ya era demasiado darte.  Estaban frente a frente pero de una forma muy distinta. Mientras ambas se veían angustiosas pero libres, Júlia tenía un cristal rozando sus muñecas. Sus ojos eran una combinación extraña entre el fuego de la ira, del enfado, y el agua lacrimógena de la angustia, de la ansiedad, de los problemas.

No tuvo ninguna intención de alargar la amargura, y dejó de respirar. Cerró los ojos, y penetró el cristal por sus vasos sanguíneos. Su madre se desmayó y su hermana trató de impedir su desangre al sacarle el cristal, pero el corte ya era muy hondo. 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Exnganchados

Es complicada la vida después de dejarlo con una persona si con ella se ha creado un vínculo. Las relaciones son así: llegan a tu vida, revolucionan las cosas y poco a poco se crea entre los dos una conexión que nadie es capaz de entender: esas sonrisas estúpidas que soltamos cuando hablamos por móvil y dicen algo que nos hace reír, esa infinidad de locuras que hacemos con tal de sorprender a otra persona y mantener, avivar y aumentar la magia… Pero esto es así: gracias a esa persona te tiras viendo el sol y teniendo calor y de repente las hojas de los árboles se caen, llega el frío y te resfrías.

Complicada porque nos acostumbramos a la revolución que se ha creado, y casi no sabemos vivir cuando esa magia revolucionaria se pierde. Sabemos que la vida sigue y continua, pero es algo tan costoso que al principio no hacemos más que mirar de reojo al pasado, buscando explicaciones a lo que ha pasado y pensando qué habrían pasado si las circunstancias fueran otras.

Reconozco que en mi caso yo no soy una persona fácil, más bien compleja. Soy muy introvertido y me cuesta mucho hablar de todo aquello que siento en mi interior, a veces por ese carácter mío y a veces porque no me entiendo ni yo. Por ello, es muy complicado rozando lo semi-imposible que yo llegue a tener esa conexión que decía en el anterior párrafo con alguien. Por esa forma de ser introvertida mía y porque no llego a sentir interés de verdad por el carácter de nadie. Por ello, cuando esa conexión se da, es algo que se puede llegar a convertir en algo de mayor resistencia que el diamante. 

Puede que tenga razón y que la tenga muy idealizada: pero lo digo de verdad, nunca he conocido a una persona tan buena como ella, tan generosa, tan valiente, tan preocupada por los suyos… Puede que fuera yo quien no la mereciera, o viceversa como dice ella. Y de verdad, ella es un auténtico tesoro. Ojalá hubiera en el mundo más gente con ella en vez de tanto egocéntrico con mucha falta de humildad que quiere imponer sus ideas sin escuchar al resto. 

Yo intento mirar hacia delante, y ella también: pero a la hora de la verdad, ninguno de los dos somos capaces de dar el paso de pasar página y no volver a mirar hacia detrás hasta que haya pasado un largo periodo de tiempo, aunque los dos realmente si nos quitásemos la venda de la inseguridad de los ojos, nos daríamos cuenta que estamos mucho más cerca de conseguirlo de lo que creemos.