Júlia llegó a casa, alrededor de las dos. Al llegar,
nada más entrar, sintió el olor a lasaña que
proveía desde el horno.
De mientras, en el cuarto de baño,
Sandra se preparaba para salir. En la televisión, que estaba encendida, no se
paraba de hablar de los principales escándalos de corrupción sucedidos en España, mientras en el planto internacional, la
impresionante isla de Cerdeña, era la
protagonista por su mar cristalino. En la sección de sucesos, el asesinato de
varios turistas en la montaña, y el secuestro de
varias ovejas en un rebaño, era lo más
destacable.
Cuando bajó Sandra, la saludó con dos besos en sus
mejillas maquilladas, para luego ser Júlia la que preguntase a su hermana dónde
estaba su madre.
-No está, ha salido al centro comercial, a pintarse
las uñas.-le contestó.
Después se despidió excusándose en que iba a salir
para comprar castañas para merendar. Ella era
una chica alta, cerca del 1,90, con un pelo castaño
que llegaba hasta los hombros. Consideraba toda una hazaña
tenerlo tan bonito como ella. Incluso varias veces, llena de envidia, le
insistía en la idea de que le enseñara sus
trucos. Tras rebañar en el plato toda la comida,
y fregarlo, lo dejó en su armario correspondiente.
Sin embargo, tras fregar el vaso de zumo de piña que bebió anteriormente, se le resbaló,
cayéndose al suelo, y se cortó. Fue al baño y se miró al espejo. Se vino debajo
de manera total. Ya no era risueña, y todo su
pelo rubio había desaparecido siendo rapado a cuchilla por ella misma. Estaba ensañada consigo misma, ya no soñaba,
ni era esa niña que siempre fue de pequeña. No tenía su sonrisa de antaño, su autoestima estaba muerta, y tenía la
sensación de ser una araña inanimada en medio de personas.
Sus ojos verdes eran un exprimidor de lágrimas hasta
que llegaban su madre o Sandra. Cuando regresaban, ella daba un giro de 360
grados en su rostro. Pasaba de tener un rostro rozando el calvario a fingir una
estúpida y a la misma vez una falsa sonrisa. A pesar de que ella aparentaba
fingir una sonrisa, sus padres sospechaban de ella, de que estaba dentro de una
depresión. Cada vez que ellos intentaban que ella les mostrara sus brazos,
Júlia se negaba, porque sabía que quedaría delatada. Ellos empezaron a
sospechar a raíz de que sus amigas les comentaran que notaban en ella un
comportamiento extraño. La idea de raparse a cuchilla, según ellas, “es la
primera muestra de que una persona está depresiva.”
El estado de ánim0o que ella tenía en lugares como en
el patio durante el recreo, o cada vez que sus padres discutían, se alteraba de
forma fervientemente. Se consideraba una
persona decente, que con el tiempo se volvió tonta al haber sido atontada por tantos comentarios de tanta
gente. Muchas veces, cuando no tenía ganas de nada, sacaba su lado
infantil, desvergonzado e inmaduro, contestando a su madre de una forma
grosera.
-¿Sabes qué mamá? Tengo un amigo que se llama Benito Camelas. ¿Por qué no vas
a él cada vez que quieras tocarme las narices? Todas estas
conversaciones acababan con ella en su habitación, con las rodillas dobladas en
la puerta, la cabeza agachada, encerrada en un círculo que no tenía ninguna
salida. A pesar de ellos ellas eran buenas amigas, pero con el tiempo se dio
cuenta que en la adolescencia se pierde la confianza para hablar de cosas con
las que hablamos con las amigas.
Su madre incluso la llevaron a un par de psicólogos
pero no sirvió de mucho. En pleno más de mayo, ella continuaba acudiendo al
colegio en mangas largas, o en estúpidos esparadrapos bajo los cuales había
martas de cuchillos y cristales rotos. Se le acumulaban muchas cosas encimas.
La muerte por cáncer de su padre, la depresión profunda en la que su madre
entró tras esta, la poca ayuda que recibió tanto de él como de su hermana para
superarla. Ni su novio, con el que llevaba poco más de un año. Un día la llamó,
quería hablar con ella, y al llegar a la plaza y verle sentado con rostro
serio, prefirió ver las cosas de una manera más pesimista.
-Hola. ¿Cómo estás Jú?-Le preguntó con respeto pero
sin demasiado interés en la respuesta.
+Al menos estoy, no como mi padre. ¿Dónde te has
metido todo este maldito tiempo? Sabías que ahora más que nunca es cuando te
necesitaba a mi lado, que te quedes en mi vida 25 horas si el día tiene 24.-le
contestó ella con una voz rígida, dura, enojada, pero llena de dolor por
dentro.
-Verás, todo este tiempo he estado pensando. Desde que
tu padre se…tú no estás igual, estás cambiante, no hay quien te llame para salir,
prefieres encerrarte en ti, en vez de salir, distraerte, y ver las cosas de
otra manera. Si quieres ser así, que sepas que yo no pienso estar con una
huérfana de mierda, cuyo padre ahora mismo está besándole los pies al diablo.
Yo no pienso estar con una loca que en lo único que piensa es en suicidarse, en
meterse los dedos, en consumir todo el yodo
que pueda para autolesionarse el cuerpo.
Aquel atardecer espectacular de repente se tiñó de
gris. Ese sol tan deslumbrante y caluroso se hizo para ello en un frente de
frío irresistible que procedía de los siberianos. Ni le contestó, simplemente
se levantó de aquel banco, llena de rabia, para a continuación estrellarle su
mano derecha en su rostro, de forma indolente, sin preocuparse por él. Después
de aquello, corriendo se marchó a casa. No estaba dispuesta a soportar nada
más. Estaba convencida: se cortaría. Estuviera sola o con alguien en su casa. A
medida que regresaba se convencía aún más de la idea.
Al llegar a casa, se daba cuenta: su vida iba a durar trece
años, pero ese era el trato que había recibido por parte de la sociedad, y su
más que conocida ansiedad. Desde que era pequeña, siempre la acompañó. Mientras
el resto de los humanos tenían unas uñas normales y alargadas en algunos casos,
ella apenas contaba con ellas. Se las mordía, se las comía, hacía de todo con
ellas.
De camino a su cuarto tropezó con su hermana, con la
cual no tuvo ninguna palabra, y con un paso firme y enojado se encerró en su
cuarto. Echó el pestillo, a pesar de que sus padres se habían estado planteando
la idea de quitarlo, debido a que con él puesto, les era inconveniente. Hizo
oídos sordos ante palabras necias con aquellos gritos que procedían de su
hermana y que le suplicaba que abriera la puerta. Es más, Júlia comenzó a destrozarlo
todo, a provocar un caos. Quería que lloviera, que cayera una tormenta, un
viento que se llevara todo, incluso a ella. Tiraba de las estanterías los
libros, golpeaba hacia el suelo todos los discos de sus bandas musicales
preferidas, igual que hacía con sus estuches de maquillaje que apenas usaba.
Sandra estaba desquiciada. Llamó a su madre, que
volvió de su trabajo enseguida. Pero nada, no hizo más que aumentar la ira
contenida que sentía la pequeña chica de cabellera rubia de antaño. Comenzaba a
oler a quemado en su habitación. Comenzó a quemar fotos. De cuando era pequeña,
de adolescente, de los viajes en verano, incluso fotos más recientes de cuando
estaba con su novio.
En un momento dado, el pestillo se abrió, y ambas con
un efecto acción-reacción abrieron la puerta, pero ya era demasiado darte. Estaban frente a frente pero de una forma muy
distinta. Mientras ambas se veían angustiosas pero libres, Júlia tenía un
cristal rozando sus muñecas. Sus ojos eran una combinación extraña entre el
fuego de la ira, del enfado, y el agua lacrimógena de la angustia, de la
ansiedad, de los problemas.
No tuvo ninguna intención de alargar la amargura, y
dejó de respirar. Cerró los ojos, y penetró el cristal por sus vasos
sanguíneos. Su madre se desmayó y su hermana trató de impedir su desangre al
sacarle el cristal, pero el corte ya era muy hondo.