Una vela encendida. Una vela encendida en el centro de una mesa.
Una mesa situada en el centro de un piso pequeño que gira en torno a lo que sucede en ella. Una mesa en la que ella concentra toda mi atención con un vestido ajustado y oscuro, que le da mucha elegancia. Al vestido lo complementan un peinado sencillo y precioso, un pintalabios con sabor a caramelo, y todo ello perfumado de vainilla.
En una línea totalmente recta entre ella y aquella vela que intermediaba entre nosotros estaba yo, temblando como un flan por aquellos ojos verdes que le dan una luz excelente a la noche, y por aquella sonrisa que siempre permanece allí, resguardada en su boca, por muchas guerras que pasen.
La cena tuvo poco que contar. Yo no paraba de babear de forma disimulada ante su belleza enorme en aquella vela tan pequeña. Ella hablaba siempre con el parpadeo de sus ojos tan particular, y yo procuraba prestar toda mi atención en su boca, en sus labios, en la pronunciación de sus palabras, pero se me hacía imposible que no fuera pensar en algo que no fueran sus pequeños hombros, o el pequeño lunar que tiene bajo su clavícula.
A la hora de los postres, pasé de sentirme como un flan, a empezar a derretirme como un helado. Me derretía porque era ella en su máxima expresión cuando me regalaba tres sonrisas en cada décima de segundo, cuando me contagiaba sus ganas de vivir, a mí, que soy una persona tan fría, con una aparente sangre de horchata, pero que cerca de ella sale a relucir mi sangre caliente, mis ganas de besar su cuello de fresa, de devorar su piel de nata.
Y quizá esa fuera una de las razones por las que ni siquiera terminamos de cenar, por las que antes de levantarnos me levanté yo, la besé de forma salvajemente apasionada, y la cogí entre mi cuerpo para luego empotrarla contra la pared y seguir acariciando sus labios. Y aquella noche, ella y yo nos fundimos, como se funde el chocolate, para hacernos sentir el cosquilleo.
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