sábado, 11 de abril de 2015

Incienso y sangre.

Se desató el caos. Aunque no lo recuerdo muy claramente, recuerdo que me entró por el cuerpo un agobiante sudor frío que me hizo perder los nervios. Estaba fuera de sí. A mí alrededor solo veía a hombres y mujeres corriendo, niños y personas mayores arrastradas y pisadas por el suelo, perros despiertos con sus asustados ladridos, y muchos gritos compaginados con bandas de cornetas y tambores. El azahar primaveral de Sevilla había perdido protagonismo a favor de las decenas de desmayo y en los centenares de heridos que se produjeron.

La Plaza del Duque se había convertido en una improvisada pista de atletismo donde competían nazarenos, miembros de la Cruz Roja y enviados especiales que cubrían para sus diferentes radios, cadenas de televisión o diarios el evento más especial del año para toda Sevilla: La Madrugá. Cuando llegué a la Campana todo se había calmado, o eso parecía. Muerto del terror, preguntaba a la gente sobre si sabían qué estaba pasando. Unos hablaban de un grupo de jóvenes turistas que se divertían apartados de la gente con petardo, otros hablaban de que se había vuelto a repetir la historia de La Madrugá del 2000, en la que se pusieron sobre la mesa varias circunstancias, pero nadie acabó aclarando nada, y muchos interrogantes se quedaron sobre el aire, y por último me hablaron de un probable atentado yihadista.

Para tranquilizarme de todo lo que había pasado, subí desde la Campana hasta la Plaza de la Encarnación para poder tomarme algo. Necesitaba una infusión, una tila, algo que me aliviara el cuerpo de tanto pánico. Aquella cafetería de decorado barroco estaba absolutamente vacía, e incluso silenciosa. No hay peor sentimiento que el de un lugar donde se encuentran varias personas y la mayor voz que interviene es la del silencio. Un silencio profundo, penetrante, que ni siquiera los tímidos gritos del jefe a la cocina que preparaban las primeras tostadas de la mañana eran capaz de romper.
La noche en la que Sevilla se pone sus mejores joyas y sus mejores vestidos se había visto empañada, y esta vez no fue por la lluvia. Todos se fueron a casa, y como ya pasara en el 2000, la Esperanza de Triana paseaba sola por la calle Sierpes, la Hermandad de Los Gitanos esperaba su entrada en Campana por Javier Lasso de Vega, el Silencio ya marchaba camino de su templo, la Macarena paseaba desde la calle Cuna a la Catedral, mientras que El Gran Poder y El Calvario vivían una situación más tranquila alejada de este epicentro.

Al llegar a casa ya empezaba a amanecer en la capital hispalense y yo ya no podía ni dormir, tenía metido el pánico como un nudo en la garganta, y el corazón me latía como una moto a 300 kilómetros por hora en una autopista. Encendí la televisión pero ninguna de las cadenas principales hablaba del tema, y las cadenas locales se limitaban a retransmitir redifusiones de los días anteriores. Las radios sí que hablaban del incidente, pero al igual que ocurría en la calle, había mil hipótesis, de las cuales y hasta nuevas informaciones, que hasta nuevas informaciones, fueron provocados por la corriente más radical del islam. Una vez tomé un par de ansiolíticos pude descansar un rato sobre el sofá, pero una pesadilla sobre el tema logró volver a despertarme al borde de las tres de la tarde. Esta vez las televisiones abrieron sus informativos hablando del suceso, y dedicándole unos cinco minutos. Los medios de la capital siempre tratan los sustos como algo efímero, cuando lo peor que dejan estas cosas es el miedo
al reincidente. El día que pase algo grave y haya que lamentar una desgracia se acordarán, pero ya será demasiado tarde.

Con el paso de los días, Sevilla no era capaz de pasar del susto. Triana ya no era la niña bonita de Sevilla, e incluso parecía deprimida. Las primeras mañanas de la primavera en Andalucía coincidieron con una borrasca que causó un par de tormentas desagradables. Tanto la ciudad como sus ciudadanos estábamos tristes, como acomplejados. Era una situación que era algo reciente con lo que había pasado en la última Madrugá del siglo XX y con la posguerra. El Cuerpo Nacional de Policía en Sevilla contó con ayuda de sus superiores a nivel nacional, además de la colaboración ciudadana, de la Guardia Civil y de la Policía Local. Sus primeras investigaciones concluyeron que el suceso fue provocado por el contagio del Yihadismo en España, y que estos tenían un local alquilado en Alcalá de Guadaíra donde manejaron todos sus planes. Pretendían dar un susto, y asestar un golpe fuerte de verdad dentro de dos semanas, el tiempo justo que hay entre Semana Santa y la Feria de Abril.

Llevaron la operación clandestinamente para no seguir preocupándonos por todo lo que estaba pasando. En la operación estaban implicados quinientos policías nacionales y antidisturbios, y otros trescientos policías locales y guardias civiles. Gran parte de ellos se instalaría durante dos o tres días antes para memorizar el terreno y perfeccionar el ataque. La gente del pueblo notó algo raro, pero nadie levantó la voz. El día D sería el sábado once de abril, un día nublado. El refugio islámico, era una casa antigua de dos plantas. Cuando llegaron, se encontraron con la sorpresa de que la puerta estaba entreabierta, lo que levantó dudas por miedo a la emboscada. Tras supervisar el patio, echaron la puerta abajo y entraron ordenando que aparecieran o la represión sería bestial. Se encontraron a un quinceañero que apenas opuso resistencia, pero que cuando le pusieron las esposas lanzó al aire un grito: “¡Nar!” El operativo se vio sorprendido por este grito y por todo el ataque sorpresa que recibió después. Este ataque fue repelido con los antidisturbios, que arrasaron a los islamistas
.
Ya daba igual, el daño estaba hecho, la fe, el incienso, la pasión, los sentimientos, se habían visto totalmente rotos por la sangre, el dolor, el terrorismo.

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