Debe ser jodido despedirse de
alguien a quien quieres y a quien no sabes cuándo vas a volver a ver. Esto va
como un concierto, ¿no? Se despiden pero no se van del escenario primero,
después se van del escenario pero al poco tiempo vuelven por el reclamo del
público hasta que se van de verdad.
No es fácil despedirse. No es
fácil ese último beso o ese último abrazo que parece eterno pero se queda en
eso, en una apariencia. Te quedas enganchado a esa persona igual que intentas
enganchar a las agujas del reloj para que no se muevan. Pero no hay fuerza
humana que detenga el tiempo. Como decía Alejandro Sanz “el tiempo corre porque
es un cobarde”. Y cuando esa persona se va, cada paso que das giras la cabeza
buscándola para saber si ella también se ha dado la vuelta.
Nunca es fácil ni la despedida ni
su tiempo posterior. Ese viaje de vuelta en el que se te juntan las emociones
con los recuerdos, y en el que ya te entra la melancolía cuando sabes que no
hay nada mejor que haber estado con ella sentado en los escalones de cualquier
plaza, en las escaleras de cualquier calle desconocida para los dos. Eso es lo
que tiene ella, que de cualquier situación normal y corriente, a distancia o
cara a cara, te crea un contexto inolvidable, de esos momentos que jamás te
salen de la cabecita: las cosquillas, las bromas, las “peleas” por ver quién
paga la Aquarius…
Más difícil es aún cuando los dos
llevabais esperando ese momento más de mil días, más de tres años. Más difícil
es aún cuando fue breve, pero tan intenso. Una calada de Marlboro, un trozo de
chocolate suizo, un sorbo de ron, un ratito de paz, de felicidad verdadera. Es
muy difícil. Pero también parecía imposible que se cumpliera y se cumplió. Y me
gustaría creer que fue la primera de muchas. Porque necesito acostumbrarme a
sus despedidas. Porque algo tan bonito no se merece una sola despedida.
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