lunes, 16 de julio de 2012

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Cuando somos críos y nuestros padres nos narran los cuentos siempre nos hablan de historias cuyo final siempre acaba con el mismo resultado: vivieron felices y comieron perdices. Pero eso se queda en cuentos, historias idealizadas, relatos irreales, cuentos creados a la perfección para que todo acabe con el final al que ya estamos acostumbrados. Lo más parecido a la realidad en esos cuentos son princesas que buscan al principe azul de su reinado, pero este acaba siempre convirtiendose en un sapo.

Pero al ir creciendo poco a poco, pulgada a pulgada, al ir desarrollando nuestra torrente de voz, nos damos cuenta de que lo díficil nos atrae, que la aventura es algo que reta a nuestra vida. Y que al acabar el reto, vemos con claridad que el amor platónico nos atrae más que el que pintan los cuentos. Que las historias imperfectas en las que no se sabe todo, nos enamora más que las demás. 

Por ejemplo, cuando sin querer chocamos en un autobús con una chica de pelo moreno y ojos marrones, y al quitarnos los auriculares del reproductor de música nos quedamos totalmente paralizados por esa mirada atrevida, por esa melena de champú de limón. O cuando vemos en la playa a una persona tumbada mirando hacia abajo con la parte de arriba del bikini desatado, y sentimos como el capricho y el deseo de recorrer la medula espinal con nuestro dedo índice, protegiendola del sol.

Cuando nos enamoramos incluso de una persona que no conocemos, somos capaces de hacer la mayor estúpidez que jamás cometió alguien, de hacer algo que ni nosotros mismos nos consideramos capacitados para hacer. Cantar una canción que explique nuestros sentimientos en un karaoke delante de doscientas personas, declararnos en un klinex, rozar la planta de sus pies sin venir a cuento.


Vivan las historias
imperfectas.

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