viernes, 20 de julio de 2012

máquinas.


Desde que era chico tuve un deseo, un regalo que pedirle a los Reyes Magos. Siempre deseé una máquina del tiempo,  que incluyera un paracaídas y billetes de avión gratis para cualquier sitio que no fuera este.
La pedía todos los años, por Navidad, por Reyes, por mi cumpleaños. Pero por más voluntad que le echara, y por más ganas la deseara, me levantaba los días siguientes que la quería y todos los días me disgustaba al no verla entre mis brazos.

Si la pedía no era para hacer tonterías con ellas, sino para utilizarla de verdad. La utilizaba para que cuando hiciera tormenta, me llevará a un día soleado. Para que cuando llorara me llevara otra vez junto a mi bicicleta y mi balón de fútbol de plástico.

Lo tenía claro: no era ni el más guapo, ni el más listo, ni el más bueno jugando al fútbol, pero siempre había alguien que te hacía sentir mierda porque él o ella si reunía las cualidades que yo no tenía.
Quería que la máquina tuviera paracaídas para gritar toda la rabia que sentía en el cielo azul y luego empezar a despegar hacia abajo y fingir como si nunca hubiera pasado nada.

Por eso me hacía, y me hace, ilusión tener una. Porque es el regalo perfecto. Un juguete sirve solo para las ocasiones divertidas.  Mientras que la máquina sirve para ocasiones en las que quieres salir huyendo del mundo sin decir nada a nadie, sin dejar una nota en casa a tus padres, sin luego tener que dar explicaciones.
Por más que escuche canciones y lea leyendas que digan que llorar es una demostración de ser valiente, lo siento, pero la valentía no es mi cualidad preferida. Es más, quizás no esté ni dentro de ellas.
 
Sigo queriendo la máquina del tiempo como si fuera lo máximo en la vida. Porque ya la bicicleta y el balón de fútbol dejaron de ser mi entretenimiento, y ahora la necesito más que nunca porque cuando alcanzas la adolescencia, más te sientes inferior respecto a los demás…

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