Llegaba el amanecer, y tenía sueño. Ella
insistía en dormir, y yo agaché la cabeza por las Sabas, hasta comenzar a
acariciar sus bronceadas piernas. Eran pequeñas, pero suaves, sensibles,
atractivas. Iba subiendo y notaba que su carne se agrandaba, a la misma vez que
mi excitación crecía.
Mis manos se perdían locamente en su
pelo mientras el sol comenzaba a asomar en las afueras de la ciudad. Sonidos de
ambulancia y sirenas de policía alumbraban la primera hora de la mañana.
A sus manos les apetecía jugar y
descendían por mi cuerpo hasta adentrarse en zonas prohibitivas de nombrar. Un
susurro en forma de gemido suyo cuya intención era la de pedirme más, recorría
mi cabeza.
La primera había llegado con su cuerpo
envuelto en mi sábana, rodeado del azahar mágico que tiene Andalucía. Desde la
ventana podía observarse la noria que representaba a la ciudad. Y un poco más a
lo lejos, en esa isla que no tenía agua, se veía una montaña rusa que circulaba
a unos 360Km/h durante un minuto.
Su sonrisa juguetona no cesaba de
reproducirse. Ella es algo así como una persona tan imperfecta, que parece
perfecta. La persona que realmente debería mediar en las guerras, porque les
haría ver a todos esos asesinos la inutilidad de la guerra, y de la necesidad
de la paz, de la convivencia en armonía.
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