Mi vida es
semejante a un combate de boxeo. Si ya comienzo en desventaja por el poco amor
que me propino, imaginen ustedes lo que es vivir siempre recibiendo ganchos de
izquierda, derecha, y cosas que están fuera del valor ético: puñaladas por la
espalda, comentarios tortuosos, o patadas en los huevos son algunos ejemplos de
ello. Y yo ni siquiera me defiendo, ni levanto la mano derecha para pegar. Y
cuando comienzo a sangrar, noqueado con la rodilla doblada en el suelo, la gente
es incapaz de frenar en seco su ira, su ansia por querer más, todo por un mísero
y patético espectáculo. Los humanos dejan de ser humanos en el momento en el
que pagan por ver a seres humanos haciéndose daño. Por ver a personas que
cuanta más musculatura ganan, menos neuronas van quedando en su diminuto
cerebro.
Obviamente, yo
gane o pierda músculo en el gimnasio, ni me dedicaré al boxeo, ni iré pegando a
la gente porque sé que con los puños se hace muchísimo daño pero con las
palabras tengo la absoluta certeza de que un comentario cuenta con el dolor
equivalente a un derechazo en el norte del abdomen.
Y cuando te
apalizan, nadie tiene esa misericordia necesaria que él desearía si la suerte fuera a la inversa. Y es que en
un mundo como el actual, la gente que no tiene posibilidad de pedir piedad,
acaba colgada de una cuerda en el garaje de su casa, o con las venas abiertas
por cristales frágiles que cortan, mientras uno está recostado en su cama, con
la noche clara y las estrellas vacías. Con la ciudad nocturna abandonada, y los
recintos deportivos cerrados llenos de gente con traje y chaqueta de etiqueta,
usando a personas como monos parlanchines para entretener sus vidas rellenas de
monedas y billetes de 500€, pero huecas en su interior de algo tan necesario
como pobre hoy en día. De algo que provocaría un cambio bastante profundo en la
sociedad actual, repleta de diferencias económicas y culturales entre las
clases sociales.
De algo llamado:
sentimientos.
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