Un tren salió de Atocha
al rozar las doce. Ni tenía origen, ni final. Saber a dónde se dirigía se
convertía en un completo misterio.
Cuando mayo ya caminaba
firme hacia el verano, el tren abandonó la estación. Y al salir de ella, no iba
sola. Las palomas madrileñas actuaban como sus más fieles escuderas. Un tren de
apariencia fría de cara al exterior, pero cuyo interior demuestra ser cálido y
hogareño.
En un tren se pueden
encontrar historias tan increíbles como emotivas. Se pueden encontrar móviles
que la gente pierde sin querer, regalos imposibles, o que en tu asiente esté
junto al de alguien que no conoces, y se puede acabar convirtiendo en el amor
de tu vida. Y que su sonrisa se refleje en el ventanal del tres.
Un tren va a
velocidades imposibles por el mundo, noche y día, tarde y mañana. Con sol o
lluvia. Y hay solo algo que vaya a tal velocidad, y son nuestras miradas, la
mía marrón y la tuya verde como la esperanza, y las milésimas de tiempo que
tardan en encontrarse en la Puerta Del
Sol. Todos de niños siempre hemos querido un tren para jugar con él, y que
nuestra ilusión ni se detenga, ni se acabe. Para avivar el sueño de recorrer el
mundo en un vagón, de estar siempre acompañado de esas fieles gaviotas. Un tren
en el que solo tú tienes la opción de dónde bajarte. Y el mundo es un tren, así
que “paren el mundo que me bajo.”
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