sábado, 21 de septiembre de 2013

Mentiras verdaderas, verdades mentirosas.

Uno más uno siempre no suman dos, aunque las matemáticas muchas veces pretendan que lo veamos de esa manera. Porque muchas veces se nos cuenta una verdad, que efectivamente tiene su parte perfectamente razonable, aunque esa verdad, sin embargo, también tiene muchos matices, demasiadas sombras que brillan en mitad de la luz. 


Brillan porque siempre desde pequeño se nos dice que no mintamos, que siempre digamos la verdad, que mentir es malo. Y vivimos con esa excusa hasta que cuando crecemos y nuestro cuerpo adopta una cierta madurez, comprendemos una de las reglas no escritas más importantes que hay. Mentir es malo, sí, es verdad, porque, ¿de qué sirve mentir? Siempre me ha gustado decir que "una mentira te saca de un apuro, pero muchas mentiras seguidas te condenan a la verdad."

¿Y de la verdad, qué hay? Pues, la verdad, demuestra cualidades de nosotros, demuestra un valor humano tan importante y necesario hoy en día como es la sinceridad. Aunque, por el contrario, hay situaciones en las que tenemos que aprender que decir la verdad lleve una situación a acabar peor parada y ser más dañina. Para eso, cambiamos el guion de la película.

Simplemente, aplicamos dos opciones totalmente opuestas: o decimos la verdad, aplicando pequeñas dosis de falsedad en nuestras afirmaciones, o somos radicalmente falsos, pero aplicando escasas, y perfectamente certeras dosis de verdad a nuestras mentiras.

O lo que es lo mismo:
Mentiras verdaderas.
Verdades mentirosas.

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