domingo, 27 de marzo de 2016

El beso.

Todos los días era lo mismo. Él la esperaba en el sótano de su casa cinco minutos antes de ser las ocho de la tarde. Él sabe que ella no va a estar ahí, ni siquiera va a estar allí cuando sean en punto. Ella, juguetona como ninguna, aparecería cuando el número fuera capicúa: Las 20:02 horas. Él mira el reloj todos los días desquiciándose porque no le gusta que le hagan esperar, pero sabe que allí aparecerá, a sus espaldas en el sótano. Es capaz de reconocer quién es porque cuando ella llegue, va a colocarse a sus espaldas, e intentará asustarle soplando su nuca cuando esté a un paso de él. Y sabrá que es ella porque ese soplido seguirá teniendo sabor a café.

Cuando ambos sin mirarse sepan de la presencia del otro, será él quien pulse el play del equipo de música, y empezará el tango: “Si un mar separa continentes, cien mares nos separan a los dos”. Y cuando él se gire, se encontrará de golpe con ella, que pondrá una sonrisa, y le mostrará sus manos para que él las agarre y comiencen a bailar, mientras el tango no para de sonar con esa melodía juvenil cual dos niños corriendo traviesos por el parque. “Que en esta canción, derrite mi voz, así es como yo traduzco el corazón”.

El baile comienza. Y ambos comienzan a moverse por toda la habitación de forma lateral, con sus manos agarradas con toda la fuerza que les permitía su pasión, sonriéndose hasta que él le susurra el estribillo del tango: “Me llaman loco por no ver lo poco que dicen que me das, me llaman loco por rogarle a la luna detrás del cristal, me llaman loco si me equivoco y te nombro sin querer, me llaman loco por dejar tu recuerdo quemarme la piel...Loco, loco, loco, loco, loco”. Ella sonreirá y su cara se pondrá colorada, tan colorada que intentará callarle con un beso, pero él llegará a tiempo para separar una de sus manos y colocarle el dedo índice en sus labios como señal de silencio.





Pero ya no estarán pendientes del baile. Ella estará ya tan perdidamente enamorada que de un empujón le tirará al suelo, ella se caerá encima de él, morderá su labio por unos instantes y luego ambos seguirán bailando y dando vueltas por el parqué. El tango, que parece menospreciado y en un segundo plano, sigue pidiendo que le hagan más caso: “Pero si yo pudiera darte el beso sabrías como duele este amor.







Ambos estarán allí, rodando juntos por el suelo, besándose, acariciándose, desnudándose, y escuchando tangos  hasta que ella se tenga que ir cuando la luz del sol aparezca por la ventana del sótano. Ella se marchará, pero antes de irse ella promete que volverá por la noche, y quedarán a la misma hora. Y cuando ella abra la puerta para irse, pronunciará su nombre, y dirá la última frase del tango, que ha vuelto a sonar de nuevo: “Para mi locura no existe una cura que no sea tu boca que abre el mundo que yo derrumbo si te marchas sola”.

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