domingo, 13 de noviembre de 2016

Corazones de cristal


Júlia llegó a casa, alrededor de las dos. Al llegar, nada más entrar, sintió el olor a lasaña que proveía desde el horno.
De mientras, en el cuarto de baño, Sandra se preparaba para salir. En la televisión, que estaba encendida, no se paraba de hablar de los principales escándalos de corrupción sucedidos en España, mientras en el planto internacional, la impresionante isla de Cerdeña, era la protagonista por su mar cristalino. En la sección de sucesos, el asesinato de varios turistas en la montaña, y el secuestro de varias ovejas en un rebaño, era lo más destacable.
Cuando bajó Sandra, la saludó con dos besos en sus mejillas maquilladas, para luego ser Júlia la que preguntase a su hermana dónde estaba su madre.
-No está, ha salido al centro comercial, a pintarse las uñas.-le contestó.
Después se despidió excusándose en que iba a salir para comprar castañas para merendar. Ella era una chica alta, cerca del 1,90, con un pelo castaño que llegaba hasta los hombros. Consideraba toda una hazaña tenerlo tan bonito como ella. Incluso varias veces, llena de envidia, le insistía en la idea de que le enseñara sus trucos. Tras rebañar en el plato toda la comida, y fregarlo, lo dejó en su armario correspondiente.
Sin embargo, tras fregar el vaso de zumo de piña que bebió anteriormente, se le resbaló, cayéndose al suelo, y se cortó. Fue al baño y se miró al espejo. Se vino debajo de manera total. Ya no era risueña, y todo su pelo rubio había desaparecido siendo rapado a cuchilla por ella misma. Estaba ensañada consigo misma, ya no soñaba, ni era esa niña que siempre fue de pequeña. No tenía su sonrisa de antaño, su autoestima estaba muerta, y tenía la sensación de ser una araña inanimada en medio de personas.
Sus ojos verdes eran un exprimidor de lágrimas hasta que llegaban su madre o Sandra. Cuando regresaban, ella daba un giro de 360 grados en su rostro. Pasaba de tener un rostro rozando el calvario a fingir una estúpida y a la misma vez una falsa sonrisa. A pesar de que ella aparentaba fingir una sonrisa, sus padres sospechaban de ella, de que estaba dentro de una depresión. Cada vez que ellos intentaban que ella les mostrara sus brazos, Júlia se negaba, porque sabía que quedaría delatada. Ellos empezaron a sospechar a raíz de que sus amigas les comentaran que notaban en ella un comportamiento extraño. La idea de raparse a cuchilla, según ellas, “es la primera muestra de que una persona está depresiva.”
El estado de ánim0o que ella tenía en lugares como en el patio durante el recreo, o cada vez que sus padres discutían, se alteraba de forma fervientemente. Se consideraba una persona decente, que con el tiempo se volvió tonta al haber sido atontada por tantos comentarios de tanta gente. Muchas veces, cuando no tenía ganas de nada, sacaba su lado infantil, desvergonzado e inmaduro, contestando a su madre de una forma grosera.
-¿Sabes qué mamá? Tengo un amigo que se llama Benito Camelas. ¿Por qué no vas a él cada vez que quieras tocarme las narices? Todas estas conversaciones acababan con ella en su habitación, con las rodillas dobladas en la puerta, la cabeza agachada, encerrada en un círculo que no tenía ninguna salida. A pesar de ellos ellas eran buenas amigas, pero con el tiempo se dio cuenta que en la adolescencia se pierde la confianza para hablar de cosas con las que hablamos con las amigas.
Su madre incluso la llevaron a un par de psicólogos pero no sirvió de mucho. En pleno más de mayo, ella continuaba acudiendo al colegio en mangas largas, o en estúpidos esparadrapos bajo los cuales había martas de cuchillos y cristales rotos. Se le acumulaban muchas cosas encimas. La muerte por cáncer de su padre, la depresión profunda en la que su madre entró tras esta, la poca ayuda que recibió tanto de él como de su hermana para superarla. Ni su novio, con el que llevaba poco más de un año. Un día la llamó, quería hablar con ella, y al llegar a la plaza y verle sentado con rostro serio, prefirió ver las cosas de una manera más pesimista.
-Hola. ¿Cómo estás Jú?-Le preguntó con respeto pero sin demasiado interés en la respuesta.
+Al menos estoy, no como mi padre. ¿Dónde te has metido todo este maldito tiempo? Sabías que ahora más que nunca es cuando te necesitaba a mi lado, que te quedes en mi vida 25 horas si el día tiene 24.-le contestó ella con una voz rígida, dura, enojada, pero llena de dolor por dentro.
-Verás, todo este tiempo he estado pensando. Desde que tu padre se…tú no estás igual, estás cambiante, no hay quien te llame para salir, prefieres encerrarte en ti, en vez de salir, distraerte, y ver las cosas de otra manera. Si quieres ser así, que sepas que yo no pienso estar con una huérfana de mierda, cuyo padre ahora mismo está besándole los pies al diablo. Yo no pienso estar con una loca que en lo único que piensa es en suicidarse, en meterse los dedos, en consumir todo el yodo que pueda para autolesionarse el cuerpo.
Aquel atardecer espectacular de repente se tiñó de gris. Ese sol tan deslumbrante y caluroso se hizo para ello en un frente de frío irresistible que procedía de los siberianos. Ni le contestó, simplemente se levantó de aquel banco, llena de rabia, para a continuación estrellarle su mano derecha en su rostro, de forma indolente, sin preocuparse por él. Después de aquello, corriendo se marchó a casa. No estaba dispuesta a soportar nada más. Estaba convencida: se cortaría. Estuviera sola o con alguien en su casa. A medida que regresaba se convencía aún más de la idea.
Al llegar a casa, se daba cuenta: su vida iba a durar trece años, pero ese era el trato que había recibido por parte de la sociedad, y su más que conocida ansiedad. Desde que era pequeña, siempre la acompañó. Mientras el resto de los humanos tenían unas uñas normales y alargadas en algunos casos, ella apenas contaba con ellas. Se las mordía, se las comía, hacía de todo con ellas.
De camino a su cuarto tropezó con su hermana, con la cual no tuvo ninguna palabra, y con un paso firme y enojado se encerró en su cuarto. Echó el pestillo, a pesar de que sus padres se habían estado planteando la idea de quitarlo, debido a que con él puesto, les era inconveniente. Hizo oídos sordos ante palabras necias con aquellos gritos que procedían de su hermana y que le suplicaba que abriera la puerta. Es más, Júlia comenzó a destrozarlo todo, a provocar un caos. Quería que lloviera, que cayera una tormenta, un viento que se llevara todo, incluso a ella. Tiraba de las estanterías los libros, golpeaba hacia el suelo todos los discos de sus bandas musicales preferidas, igual que hacía con sus estuches de maquillaje que apenas usaba.
Sandra estaba desquiciada. Llamó a su madre, que volvió de su trabajo enseguida. Pero nada, no hizo más que aumentar la ira contenida que sentía la pequeña chica de cabellera rubia de antaño. Comenzaba a oler a quemado en su habitación. Comenzó a quemar fotos. De cuando era pequeña, de adolescente, de los viajes en verano, incluso fotos más recientes de cuando estaba con su novio.
En un momento dado, el pestillo se abrió, y ambas con un efecto acción-reacción abrieron la puerta, pero ya era demasiado darte.  Estaban frente a frente pero de una forma muy distinta. Mientras ambas se veían angustiosas pero libres, Júlia tenía un cristal rozando sus muñecas. Sus ojos eran una combinación extraña entre el fuego de la ira, del enfado, y el agua lacrimógena de la angustia, de la ansiedad, de los problemas.

No tuvo ninguna intención de alargar la amargura, y dejó de respirar. Cerró los ojos, y penetró el cristal por sus vasos sanguíneos. Su madre se desmayó y su hermana trató de impedir su desangre al sacarle el cristal, pero el corte ya era muy hondo. 

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