(Autor: Luis Olvidar)
Adrián era un niño especial. Siempre lo fue, desde que nació prácticamente. Al mes de su madre estar embarazada de él sufrió un amago de aborto. Se conoce que él ya era diferente desde que merodeaba en la barriga de aquella mujer. Después, a la hora del parto se puso de espaldas y se posicionó de culo para venir al mundo, lo cual llegó a provocar que hasta el ginecólogo que llevaba a su madre llegara a pensar y decir en voz alta que venía una niña. De hecho, el día del nacimiento, al entrar la madre en el hospital y reconocerla dijo:
Adrián era un niño especial. Siempre lo fue, desde que nació prácticamente. Al mes de su madre estar embarazada de él sufrió un amago de aborto. Se conoce que él ya era diferente desde que merodeaba en la barriga de aquella mujer. Después, a la hora del parto se puso de espaldas y se posicionó de culo para venir al mundo, lo cual llegó a provocar que hasta el ginecólogo que llevaba a su madre llegara a pensar y decir en voz alta que venía una niña. De hecho, el día del nacimiento, al entrar la madre en el hospital y reconocerla dijo:
-Es una niña porque le he tocado la vulva.
¡Y a fe que lo dijo delante de la madre y la enfermera! Por
eso, cuando él nació, pasadas las cuatro y media de la tarde y salió del
paritorio el padre se quedó cortado al preguntarle a la enfermera que empujaba
la camilla con la parturienta y el recién nacido:
-¿Como están las dos?
-Serán la madre y el niño-contestó una asombrada enfermera.
-¿Pero es un niño?-preguntó un no menos asombrado
padre-¡Pero si el ginecólogo ha dicho que era una niña!
-Pues es un niño. Va a tener que cambiar el nombre que
tenían previsto-respondió la sonriente mujer.
Y Adrián, como todos los bebés, fue creciendo y cumplió un
añito. Pero ya daba muestras de que algo fallaba. Sus padres no eran capaces de
acertar en qué, pero eran conscientes de ello. Sus hermanos también. El padre
en el verano que sucedió a su segundo cumpleaños notó que aquel niño no se
movía demasiado. En la piscina lo dejabas en su carrito y no se movía. Estaba
despierto, pero apenas se movía de su carrito de bebé.
Fue entonces cuando comenzó el calvario de médicos de
Adrián. El pediatra le mandó hacer pruebas de todo tipo, sin que ninguna de
ellas diera ningún resultado extraño. Así que finalmente lo mandó al neurólogo.
El neurólogo comprobó que las pruebas no aportaban apenas datos pero si
descubrió que Adrián, aunque era normal, tenía una especie de cicatriz en el
cerebro que le provocaba ciertos
desequilibrios de movilidad y algún problema en el habla, por lo que recomendó
llevarlo a una logopeda. Y así se hizo, durante un tiempo sus padres lo
llevaron a una logopeda con la cual corrigió sus problemas de habla.
Mientras aquel niño seguía creciendo y ya tenía cuatro años.
Era un niño hermoso, lozano, algo regordete y, decían, un calco de su madre. En
sí era la alegría de la casa, por su carácter tranquilo, por sus tremendas
dotes de observación, que le hacían ver cosas que nadie era capaz de ver.
-Mira-decía con su vocecita de mocoso-El Calzado Andaluz-y
nadie lo veía, mientras su padre o su madre conducían el coche.
-¿Dónde?-preguntaban todos al unísono, tras desgastarse la
vista buscando algún signo que lo identificara.
-Allí, en aquel cartel-contestaba el pequeño señalando un
cartel alejado de la carretera.
Y efectivamente, un pequeño círculo con un zapato en su
interior lo mostraba en la parte inferior del citado cartel. Al final todos
acababan riendo por su vista que le hacía ver cosas que los demás no llegaban a
observar.
Como a muchos niños a Adrián le apasionaba el fútbol. Le
gustaba jugar en el colegio con sus compañeros de clase y además: ¡era zurdo
jugando! Por lo general en todos los deportes los zuros suelen escasear, así
que el fútbol no es la excepción.
En vista de que le gustaba jugar, de que era bueno para su sicomotricidad,
que también era importante realizar actividades extraescolares que le
mantuvieran en contacto con la calle pero sin estar todo el día en ella, sus
padres decidieron apuntarlo con ocho años a una escuela de fútbol, aprovechando
que conocían a un antiguo jugador de un equipo de su ciudad.
Fue así como Adrián comenzó a jugar al fútbol y a aprender
que la vida es dura y tormentosa. Su entrenador era un hombre ya entrado en
años de carácter afable, pero tremendamente gruñón y en los partidos protestón
al máximo con los árbitros, aunque hay que reconocerle que dentro del respeto.
Los niños lo querían, aún a pesar de las broncas y los gritos que les metía
durante los entrenamientos, pero al acabarlos era capaz de sonreírles y
tratarlos como si fueran sus nietos a todos. Adrián, como era de esperar, no
jugaba demasiado debido a su eterno problema de movilidad. No tenía rapidez, lo
cual era un hándicap pues le impedía correr mucho y tener velocidad, algo
fundamental en el deporte. Por otra parte lo hacía jugar a pierna cambiada, que
provocaba el no poder controlar bien la pelota.
La cosa fue a peor en el segundo año, ya que todos subieron
de categoría menos él, que seguía yendo con la categoría que había jugado la
temporada anterior. Eso provocaba un problema, ya que tenía mucho cuerpo y más
de una vez se notaba que no jugaba en la categoría que debería de estar, con lo
cual tampoco jugaba.
Al tercer año su padre decidió cambiarlo de escuela, ya que
en la que estaba inscrito se hallaba bastante lejos de su hogar y era
complicado llevarlo a entrenar al tiempo que tenía que llevar a sus dos
hermanos a las actividades que ellos también tenían que realizar al salir de la
escuela. Por otra parte en la nueva escuela si le incluyeron en la categoría
que le correspondía. Tampoco es que le dieran demasiadas oportunidades, pero él
nunca se quejaba.
Sin embargo aquel verano tomó una decisión, Adrián,
trascendental para su vida: decidió que no seguiría jugando al fútbol. Era, con
su edad, consciente de que nunca podría tener el nivel suficiente, ni siquiera
el de sus compañeros, para poder darles patadas al balón. Así que era mejor
dejarlo allí y seguir jugando en el patio del colegio con sus compañeros.
Además, allí se divertía más y nadie le iba a meter una bronca.
Pero sus problemas no habían llegado a su fin. Nuevas
pruebas médicas detectaron que tenía una importante desviación de columna y que
era preciso de que hiciera ejercicio para poder corregirla. El médico aconsejó
que hiciera natación. Así que dicho y hecho. Comenzó a practicar natación. ¡Y
consiguió nadar bien! Fueron dos o tres nuevos años de actividad febril para no
tener que pasar por un quirófano que le amenazaba por su columna vertebral.
Adrián había llegado a su adolescencia. La vida se había
tragado el pasado como un huracán hambriento de todo lo que se pone en su
camino. Años y años de peripecias que no habían sido positivas para él.
Enseñanzas que le provocaban una retahíla de complejos difícilmente resolubles
para él. Por suerte tenía amigos, buenos amigos, que no le dejaban.
Su amigo Héctor también jugaba al fútbol. Un día le pidió
que le acompañara a un entrenamiento. Era verano, finales de agosto. La hora ya
tardía para evitar los calores que trascienden a este mes, o al menos tratar de
minorarlos lo más posible. Así que fue con él a verlo entrenar.
Las luces del campo relumbraban dando perfecta visibilidad a
los jugadores. Todos iban enfundados de sus uniformes de entrenamiento. Héctor,
en contra de la mayoría de sus compañeros, calzaba unos deportivos en lugar de
las típicas botas de tacos. Fue al final del entrenamiento, cuando iban a jugar
un partidillo, que Adrián le vio acercarse a su entrenador y hablar con él.
Desde su posición no escuchaba lo que estaban hablando. Cuando terminó de hablar
con él, vio que salió corriendo para la caseta del vestuario y al momento
volvió con las botas de jugar y se dirigió hacia él. El corazón de Adrián
comenzó a latir con fuerza, Héctor se dirigía hacia él con unas botas de
fútbol, ¡aquellas que él nunca había podido tener! Cuando llegó ante él se las
alargó y le dijo:
-Anda, póntelas, que le he pedido el favor al entrenador que
te deje jugar el partidillo de entrenamiento.-comentó-Como aún hay gente de
vacaciones faltan jugadores y como sé que a ti te gusta jugar nos podrás ayudar
ahora. Como tú y yo más o menos tenemos el mismo pie no creo que te vengan
pequeños ni demasiado grandes.
Adrián se quedó petrificado. No sabía que decir. Así que
poco a poco se fue desabrochando sus deportivos y se puso los que su amigo le
estaba prestando. Pero sobre todo sonreía. En aquel momento Adrián era el
adolescente más feliz del mundo entero.
Una vez se calzó las botas se incorporó a la rueda que
formaban los jugadores alrededor de su entrenador. Héctor hizo rápidamente las
presentaciones y todos le sonrieron con amabilidad. Sonrisas a las cuales
correspondió él con su cara de máxima felicidad. El entrenador repartió rápidamente las
instrucciones a Adrián le hizo que se quedara un momento más con él para unas
instrucciones adicionales. Después hizo dos equipos de igual número de
jugadores y a uno de ellos, el de Adrián, les repartió unos petos para
diferenciarlos de los otros.
Cuando acabó el entrenamiento todos lo felicitaron por su
trabajo. El entrenador se lo llevó aparte y le dijo.
-Es una pena que tengas esos problemas de sicomotricidad,
Adrián, porque si no podrías haber llegado muy lejos. Tienes cualidades muy
buenas para jugar, pero es una lástima que no puedas correr más deprisa.
Y a continuación ambos se fundieron en un gran abrazo. Le
pidió que siguiera yendo de vez en cuando a los entrenamientos. Que podía ser
su ayudante, que necesitaba a alguien que le echara una mano y que le gustaría
que fuese él. Adrián se comprometió a pensarlo, a hablarlo con sus padres y a
contestarle. Lo que no podía saber el entrenador que estar ligado al mundo del
deporte era el gran sueño de aquel jovenzuelo,
y que si sus padres se lo permitían podría comenzar a hacer realidad sus
deseos.
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